Crítica de Camilo Landestoy de la obra "La Edad de la Ciruela" del Teatro Estudio de la 37. Compartida en el espacio "La Incubadora" del festival Lo Que Parió El Bobo.
LA EDAD DE LA CIRUELA
"Cuando la memoria se intoxica con recuerdos rancios"
El Teatro Estudio La 37 por las Tablas ha presentado un lúdico montaje de la emblemática obra de teatro del argentino Arístides Vargas. María Ligia Grullón, su directora – a quien le debemos un valiente y constante activismo teatral en Santiago – ha permitido que una vez más la historia de tres generaciones de mujeres en una familia de sueños truncos y deseos frustrados se nos revele por medio de la nostálgica correspondencia entre dos hermanas.
Las dos jóvenes actrices que dan cuerpo y voz a la casi decena de personajes sonEstefany Vasquez; memorable por su maquiavélica Celina y esa chispa de picardía con que interpreta a la belicosa criada Blanquita; y Astrid Gómez; cuya versatilidad se hace notar al pasar con aparente facilidad de una Eleonora de influencia “chilindrinesca” al trato frío y seco de Francisca para después culminar en la histeria cómica de su inolvidable abuela María.
Ellas dos aportan al montaje una frescura peculiar. En sus interacciones reside la gracia que sólo se logra por medio de la confianza plena en el compañero, la misma que se evidencia por la química innegable en escena, y que se ha venido nutriendo por más de un año de maduración de la puesta.
Sus actuaciones, que se alternan entre el estilo caricaturesco y el naturalista, resultan muy agradables, aun cuando sufren de un exceso de psicología que las acerca momentáneamente al cliché acartonado. No obstante, en ellas se vislumbra la figura del relevo teatral que nos convida a todos a este encuentro.
El público irrumpe en un espacio de representación detenido en el tiempo en el cual presenciamos a dos vivas criaturas de la memoria retozar entre canciones de la infancia y risas inocentes. Ciertamente la nostalgia del ayer es evocada de inmediato, reclamando su protagonismo en el planteamiento filosófico de la obra. Un juego de luces inicial ayuda a crear la idea de lo ilusorio, aunque en lo adelante el recurso rara vez alcance a reclamar su potencial en cuanto elemento de rol dramático. La escena, por otra parte, no queda exenta de elementos simbólicos. Entre ellos destaca un mosquitero que nos habla claramente del refugio de la infancia; pese a que el objeto no logra defender su pertinencia en escena, sí da cuerpo a una poderosa visual a inicios de la obra. Así mismo tenemos un viejo juego de valijas que a la vez que sirve de escenografía móvil, significa secretos familiares que los personajes han insistido en ocultar hasta el punto de creer que los han desaparecido por completo. En fin, que estas valijas que conforman el escenario concreto son también la representación conceptual de las memorias rancias que constituyen la historia.
Desde el punto de vista técnico, el vestuario cumple con la finalidad primaria con la que ha sido concebido: el de ser práctico y funcional al permitir el ágil paso de las actrices de un personaje a otro. De un modo similar, el universo sonoro de la puesta – compuesto entre otras cosas por suaves acordes de piano, interesantes construcciones orales de las actrices y un violín desafinando – ocupa un rol casi ornamental, limitándose en su mayoría a acompañar ciertos momentos de carga dramática, y haciéndonos echar en falta aquella posibilidad del discurso paralelo que nos puede brindar la sonoridad en el teatro, y que contribuye al carácter polisémico al que nos debemos acercar con más ahínco en la contemporaneidad.
Un punto más atinado del montaje es el de las transiciones entre escenas, caracterizadas por la sensación de que un plano de la memoria se yuxtapone a otro, “contaminándose” una acción con la siguiente hasta alcanzar la transición completa. El efecto logrado es apreciado por su simpleza, y por ello merece elogios tanto la directora por la concepción del recurso como las actrices por su impecable ejecución. Aunque cada escena posee su ritmo particular, es un acierto más del montaje que en el ensamblaje de las mismas se note una fluidez homogeneizadora que convive armoniosamente con la ya famosa estructura fragmentada que propone el autor. De esta forma, María Ligia ha dotado a la obra de una progresión dramática que a mi entender Arístides no ha conseguido establecer en su idiolecto dramatúrgico.
La propuesta no muestra deseos de recaer en grandes efectos técnicos, ni parece buscar la exaltación que provoca en el público la sorpresa o el riesgo escénico, más bien se vale de la dulzura de la sutileza en sus soluciones, del encanto inocente que tienen unas pocas plumas al caer al suelo por ejemplo.
María Ligia confía en la limpieza de los desplazamientos de las actrices, en la precisión de sus acciones y en la pulcritud de la técnica vocal para interesar a los espectadores. El resultado final, de corte academicista, prefiere una composición simétrica de la escena, un ritmo acompasado que encuentra en la redacción de las cartas entre las hermanas momentos de contemplación muy reflexivos, dejando las grandes tensiones dramáticas para las memorias de las mujeres de la vieja casa. Una escena a resaltar en este aspecto – por romper con la fórmula propuesta por el montaje mismo – es la que sucede entre las dos abuelas (ésta vez convertidas en títeres), y que culmina en un inesperado clímax violento que casi da sentido a toda la represión de las generaciones posteriores.
Al concluir la obra con una poderosa imagen final en la que el entrañable recuerdo de una rata de la infancia se desploma al suelo en forma de arena, y seguido desata una tímida cortina de polvo que se eleva entre los cuerpos de las actrices, queda claro que la obra nos ha invitado a reflexionar sobre la inminencia del tiempo; ese tiempo que nos fatiga, que nos regala ilusiones, ese que por momentos se olvida de nosotros, el mismo que un día nos favorece y al otro nos recrimina, el tiempo que infecta la llaga y sana la herida; el tiempo, en conclusión, que aunque para nosotros se antoje a veces tardío, siempre llega puntual a la hora del reencuentro, para una vez más (como las actrices en el último instante de la obra) tentarnos con la idea de detenerse.

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